lunes, 21 de noviembre de 2011

Guardianes amazónicos

Muchos son los seres que habitan el bosque y utilizan sus poderes para protegerlo de la destrucción del hombre. Uno de ellos es el chullachaqui, el dios ecológico.

Tal vez el ojo urbano no pueda identificarlos, ni el oído atrofiado por el bullicio de la ciudad pueda escuchar el delicado silbido de los espíritus de la selva. Estos seres que habitan los universos mágicos de los bosques amazónicos son los guardianes eternos del ciclo de vida de la naturaleza y han existido desde el inicio de todos los tiempos.

Los conocemos por el zumbido del aire, por las inexplicables sombras o extraños ruidos; los espíritus amazónicos viven en las historias de los pueblos, en los orígenes de la vida y en los relatos de los ancianos que heredan su sabiduría a las nuevas generaciones.

MUERTOS QUE SILBAN

“Así como los cerros tienen sus dioses, que son sus guardianes y protectores, los muquis, los bosques de la Amazonía también tienen sus dioses, sus protectores y sus guardianes, son los sacha runas, chullachaquis, yashingos, shapshicos, shapingos, shatucos, shitacos, shollacos”, relata don Oroma, el más viejo de los ancianos y el mejor narrador de historias, personaje de la antología de cuentos “Amazonía mágica” del escritor Roger Rumrrill. Uno de aquellos dioses guardianes es el chullachaqui, dios ecológico (así lo denomina Rumrrill), quien protege los elementos que forman la Amazonía por la peligrosa intervención de la mano del hombre moderno. Para defenderla, el chullachaqui lanza truenos que asustan a los invasores, genera fuertes lluvias para apagar el fuego del bosque y envía a sus amigas las hormigas gigantes y avispas para que piquen a los taladores.

Engaña a los cazadores de monos convirtiéndose en presa para que el cazador lo tenga en la mira y persiga hasta que se pierda en la espesura del bosque. El chullachaqui toma la forma de un mono choro o una maquizapa, de algún familiar o amigo hombre o mujer, y se caracteriza por tener los pies al revés, esta es la única manera de reconocerlo.

El mito del chullachaqui (‘chulla’ quiere decir deforme y ‘chaqui’, pies) fue llevado al cine en el año 2007, en el filme “Chullachaqui” de Dorian Fernández. La identificación de la población con este mito atrajo a 15 mil almas que llenaron las salas de cine en Iquitos.

Otro de los personajes más relevantes de la mitología amazónica es el tunche. Es el alma de un muerto que camina por el mundo recogiendo los pasos de cuando estaba vivo. La distancia recorrida por el tunche depende de si el muerto era viajero o no. “Silban fiiiiiuuu… fiiiiiuuu… fiiiiiuuu… Si el silbido es fuerte, estridente, largo, que hasta parece que romperá los tímpanos, seguro que era un hombre, o una mujer, orgulloso, soberbio y poderoso. Si el silbido es suave, bajo y hasta musical, se trata de alguien que en vida era pacífico, tranquilo, amable y bueno”. La estridencia del silbido del tunche depende de la personalidad del finado, según narra el personaje de Rumrrill.


PIROS Y CUSTODIOS

Los piros, habitantes nativos de Madre de Dios y Ucayali, tienen un espíritu que los protege, el kajpamuiliti. Este es un pequeño hombre regordete que espera al lado del camino a algún viajero invasor del territorio sagrado de los piros para aniquilarlo. La única forma de escapar de su furia es desnudándose, pues este ser, que también anda desnudo, es muy pudoroso. Otro remedio es mencionarle la palabra “koshichiniri”, o al menos así recomienda la publicación “Los seres mágicos del Perú” (2010) de Javier Zapata. El kajpamuiliti es temido hasta por otro ser mágico, el espíritu tutelar del chuchuhuasi. Este pequeño hombre de aspecto desagradable vive en la raíz del afrodisíaco y no está preparado para encontrarse con humanos. Si se topa con uno, lo insultará y empujará hasta cansarse y convertirse en una hoja seca.

Cada planta o árbol, la tierra y el viento de la Amazonía les han pertenecido desde siempre a los espíritus que la habitan, y esto lo saben los piros. Es por ello que, al cazar y pescar, los nativos piden un permiso especial a los seres que la cuidan a través de rituales, incluso para usar el barro. La arcilla roja que se utiliza para moldear ollas o recipientes es custodiada por un duende guardián, el pahota, y deben pedirle permiso antes de su extracción.

DEMONIOS Y GUERREROS

También la selva es habitada por demonios cuya existencia destaca por las molestias y el temor que ejercen sobre los nativos, aunque poco a poco y tras inevitables disputas por los territorios han aprendido a convivir mutuamente respetando, cada especie, el espacio al que pertenecen. Este es el caso del conflicto milenario entre aguarunas y los iwanchi, demonios cubiertos de pelos que raptaban niños y mujeres aguarunas para comérselos. Sin embargo, los espíritus fueron enfrentados por los valientes aguarunas y, hasta hoy, los iwanchi no roban ni ingresan a territorios donde no son bienvenidos, a diferencia de los iwa.

Estos últimos son gigantes guerreros que llevan armadura de bronce: “Los historiadores identifican su aparición en territorios selváticos con la invasión del fiero ejército mochica, en un intento por expandir su señorío”, afirma Javier Zapata en “Los seres mágicos del Perú”.

Después de la invasión mochica, algunos iwa decidieron quedarse en la selva. Hasta la actualidad, permanecen en territorio amazónico.

La Amazonía en el corazón

Nuestra nueva maravilla natural del mundo es un espacio vivo, que se ha nutrido de miles de años de sabiduría y conocimientos ancestrales.
 
Por: Francisco Bardales

La Amazonía es mi nación. Dicen que posee fronteras, que está plagada de límites, que es fácil ubicarla en el Google Earth. Discrepo profundamente: si la vida fuera tan solo vallas, reglas, espacios cercados, el Amazonas no existiría.

Esta nación, que alguna vez avizoró, fascinado y temeroso, el conquistador Francisco de Orellana, representa en su propia constitución, en su exuberancia, una declaración de libertad. Un grito de pasión. Un soplido caliente de sabiduría.

Mi nación, la Amazonía, tiene habitantes, tiene lugares y tiene corazón. También tiene una madre, ancestral, que todo lo cuida, que todo lo protege. Tú me dirás, lector escéptico, que esa dama no existe, tan solo es fábula y debe ceder su identidad ante el planeta de los tractores, los bosques lotizados y las hidroeléctricas inmensas.

Pero, lector escéptico, te equivocas. La Amazonía, que es inmensa, respira vida. Y todo en ella es creación, explotando a veces en tu rostro. Mi nación es el Pacaya- Samiria, por ejemplo, donde parece como si en verdad hubiera estado alguna vez el Paraíso. También lo son el Manu, el Ene, Tambopata, el Bahuaja-Sonene, el Güeppí. Son los ríos, las quebradas, los animales y sus personas. La nación amazónica se ha nutrido por miles de años de conocimiento de las plantas, del ampiri, de la hoja de coca, del ayahuasca. Se ha consolidado con las memorias de todos los viajeros que han intentado entender sus consideraciones y su temperamento. Esta nación ha escuchado por años el rugir del otorongo, que es también el de los habitantes ancestrales, de las configuraciones originarias. Es una nación que se muestra indígena, se percibe mestiza, se consolida cosmopolita, pero se define a partir de la creación. Esta nación también es Kuélap y la escuela de arte bora-huitoto de Pucaurquillo.



Es Pablo Amaringo y sus viajes siderales a través del pincel. Son Víctor Churay, Rember Yahuarcani y Brus Rubio. Son los párrafos siempre vivos de César Calvo Soriano y los murales de su padre, César Calvo de Araujo. Es la búsqueda del alba de Germán Lequerica y Sangama. Son las figuras urbanas consolidadas de Bendayán y Ceccarelli. Es la arquitectura que evoca pasados fastuosos en Iquitos. Son los recuerdos de la Biblioteca Amazónica. Es el cine del chullachaqui, el yanapuma y el yacuruna. Es el recuerdo de los cuentos que hablaban de un gran río serpenteando como yacumama descomunal. Esta nación, lector, es la Amazonía, una maravilla natural desde el origen de la vida misma. Y no solo es mía, es también tuya, es de todos. Un lugar (como en el verso del poeta) destinado a curar al mundo de sus epidemias más sonadas.



El nativo de la selva, protector de su hábitat

Por: Bárbara D'Achille (1941-1989)
 
La pequeña Cessna había subido las estribaciones de la cordillera del Sira, y ahora en tirabuzones bajaba hacia el encuentro de la pista de aterrizaje, que parecía apenas un serpenteante sendero entre los cerros que rodeaban Obenteni, en el Gran Pajonal.

A pedido del matrimonio Maulhardt, dueños del hotel La Cabaña, de Pucallpa, iba acompañando a cuatro turistas que deseaban conocer a los nativos asháninkas –o campas– de cerca. Nada mejor para esto que Obenteni, en el famoso Gran Pajonal, donde no existen carreteras; solo se puede alcanzar tras varios días de expedición en acémila… o en avioneta.

A medida que la avioneta bajaba, veíamos a grupos de gentes cubiertos por vestiduras marrón-rojizo, que corrían de un lado a otro en gran excitación. Teníamos suerte: era domingo, día en que grupos familiares y tribales descienden de sus chacras en las colinas para reunirse en el pueblo.

Cuando la avioneta finalmente se detuvo y abrimos la puerta, nos vimos tímidamente rodeados por hombres y mujeres en cushma –semejante a una larga y liviana túnica– con el pelo cortado en cerquillo, y delgadas líneas negras pintadas desde la base de la nariz, atravesando las mejillas hacia el lóbulo de las orejas.

Collares de pequeñas cuentas oscuras pendían de algunos cuellos. La mayoría llevaba una bolsa tejida, cuya tira cruzaba el pecho.

Sin embargo, ante el asombro de los turistas, también había hombres vestidos con camisetas y shorts. La mitad estaba de rojo y amarillo violento, los otros de blanco y verde. ¡Nuestra llegada había interrumpido un partido de fútbol entre nativos y colonos serranos!


EL CERRO DE LA SAL
De esto hace varios años. Lo recuerdo ahora, pues observando la devastación de los bosques en la selva alta, y la falta de una estrategia de conservación de laderas y manejo de cuencas, me hace pensar en las experiencias de esa tarde, entre gente inocentemente sencilla y franca, acostumbrada desde tiempos inmemoriales a vivir en armonía con su medio.

Ante el problema de lograr un sistema de manejo y protección de cuencas, una de las dificultades para resolver es cómo y quién cuidaría estos territorios. Indudablemente, los problemas de logística, costos y personal para guardar zonas remotas, agrestes y solitarias son, en verdad, desalentadores.
En el caso específico de la selva central, existen tres territorios claves que deben preservarse: los de Yanachaga, San Matías y los del Sira, tres cadenas montañosas que llegan a alturas entre dos y cuatro mil metros de altura. De todas ellas, fluyen innumerables quebradas y ríos hacia los valles intermedios. Solo del flanco occidental de la cordillera del Yanachaga bajan 15 ríos de mediano tamaño hacia el Huancabamba. De estas aguas, depende el futuro de la agricultura en los valles […].

La Dirección General Forestal y de Fauna ha puesto en marcha recientemente el proceso mediante el cual serán creados el Parque Nacional Yanachaga-Chemillén, y el Bosque de Protección San Matías-San Carlos […]. Sin embargo, ante el problema de cómo cuidarlos, dando verdadera protección a las áreas, surge siempre el hecho ineludible: de nada sirve crear zonas de conservación si no cumplen su propósito. Lamentablemente, el comentario generalizado es “las leyes están solo en el papel”.

Necesariamente, tal situación deberá cambiar, pero, mientras esto no ocurra, deberemos buscar medios para proteger, en forma efectiva, estas áreas de conservación de recursos hídricos. Tal como podría lograrse revalorando el rol protagónico de una serie de grupos humanos, que, debiendo ser un orgullo para el país, han sido tristemente marginados por siglos: las etnias amazónicas.

[…] Es un hecho que, en general, nosotros tratamos a los grupos nativos en nuestro medio con desconfianza y hasta con desprecio. No los comprendemos ni realmente hacemos esfuerzos por acercarnos a ellos […].

El origen del Amazonas

El río más caudaloso del mundo nace en los Andes arequipeños, pero son varias las versiones que se tejen sobre la exacta localización de su origen.


 Con 140 kilómetros más que el río Nilo, el Amazonas cuenta con 6.992,06 kilómetros de extensión y atraviesa nueve países sudamericanos, de los cuales Brasil y el Perú son los de mayor extensión, seguidos por Colombia, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Guyana, Surinam y la Guayana Francesa. El afluente más extraordinario del mundo de cuyo recorrido nace la inconmensurable Amazonía desemboca en el Océano Atlántico, pero su origen es aún incierto. La revista “National Geographic” propuso en 1971 una versión.

La laguna McIntyre – toma el apellido del fotógrafo que la localizó–, en el nevado Mismi, sería el inicio del río más caudaloso del mundo según la revista; sin embargo, esta versión fue cuestionada por el periodista ítalo-polaco Jacek Palkiewicz, quien a través de fotografías satelitales reconoció la verdadera naciente.
Según Palkiewicz, el afluente más grande del planeta Tierra nace de un “pequeño manantial de la quebrada Apacheta, ubicada en el nevado Quehuisha, en la provincia arequipeña de Caylloma, a 5.170 m.s.n.m.”, informó El Comercio. “El manantial de Apacheta, que más adelante se convierte en el río Apurímac, luego en el Ucayali y después en el Amazonas, reúne todos esos criterios. “National Geographic” solo toma en cuenta la longitud, que ahora se ve que también es incorrecta”, declaró el periodista en el año 2010.

Sin embargo, la versión más intrépida es la del comandante del Calypso, célebre barco de investigación dirigido por el francés Jacques Cousteau. El resultado de la grandiosa expedición de Cousteau a los Andes peruanos fue plasmado en el documental “Mil ríos”, en el que escala el nevado Mismi hasta llegar al origen del mítico río y flamea la bandera peruana con un chullo sobre su cabeza.Si bien son varias las versiones y las expediciones que han buscado el verdadero comienzo del río Amazonas, podemos tener la certeza de que su origen está en nuestros Andes peruanos.


El nativo de la selva, protector de su hábitat 

Guardianes amazónicos