lunes, 21 de noviembre de 2011

El nativo de la selva, protector de su hábitat

Por: Bárbara D'Achille (1941-1989)
 
La pequeña Cessna había subido las estribaciones de la cordillera del Sira, y ahora en tirabuzones bajaba hacia el encuentro de la pista de aterrizaje, que parecía apenas un serpenteante sendero entre los cerros que rodeaban Obenteni, en el Gran Pajonal.

A pedido del matrimonio Maulhardt, dueños del hotel La Cabaña, de Pucallpa, iba acompañando a cuatro turistas que deseaban conocer a los nativos asháninkas –o campas– de cerca. Nada mejor para esto que Obenteni, en el famoso Gran Pajonal, donde no existen carreteras; solo se puede alcanzar tras varios días de expedición en acémila… o en avioneta.

A medida que la avioneta bajaba, veíamos a grupos de gentes cubiertos por vestiduras marrón-rojizo, que corrían de un lado a otro en gran excitación. Teníamos suerte: era domingo, día en que grupos familiares y tribales descienden de sus chacras en las colinas para reunirse en el pueblo.

Cuando la avioneta finalmente se detuvo y abrimos la puerta, nos vimos tímidamente rodeados por hombres y mujeres en cushma –semejante a una larga y liviana túnica– con el pelo cortado en cerquillo, y delgadas líneas negras pintadas desde la base de la nariz, atravesando las mejillas hacia el lóbulo de las orejas.

Collares de pequeñas cuentas oscuras pendían de algunos cuellos. La mayoría llevaba una bolsa tejida, cuya tira cruzaba el pecho.

Sin embargo, ante el asombro de los turistas, también había hombres vestidos con camisetas y shorts. La mitad estaba de rojo y amarillo violento, los otros de blanco y verde. ¡Nuestra llegada había interrumpido un partido de fútbol entre nativos y colonos serranos!


EL CERRO DE LA SAL
De esto hace varios años. Lo recuerdo ahora, pues observando la devastación de los bosques en la selva alta, y la falta de una estrategia de conservación de laderas y manejo de cuencas, me hace pensar en las experiencias de esa tarde, entre gente inocentemente sencilla y franca, acostumbrada desde tiempos inmemoriales a vivir en armonía con su medio.

Ante el problema de lograr un sistema de manejo y protección de cuencas, una de las dificultades para resolver es cómo y quién cuidaría estos territorios. Indudablemente, los problemas de logística, costos y personal para guardar zonas remotas, agrestes y solitarias son, en verdad, desalentadores.
En el caso específico de la selva central, existen tres territorios claves que deben preservarse: los de Yanachaga, San Matías y los del Sira, tres cadenas montañosas que llegan a alturas entre dos y cuatro mil metros de altura. De todas ellas, fluyen innumerables quebradas y ríos hacia los valles intermedios. Solo del flanco occidental de la cordillera del Yanachaga bajan 15 ríos de mediano tamaño hacia el Huancabamba. De estas aguas, depende el futuro de la agricultura en los valles […].

La Dirección General Forestal y de Fauna ha puesto en marcha recientemente el proceso mediante el cual serán creados el Parque Nacional Yanachaga-Chemillén, y el Bosque de Protección San Matías-San Carlos […]. Sin embargo, ante el problema de cómo cuidarlos, dando verdadera protección a las áreas, surge siempre el hecho ineludible: de nada sirve crear zonas de conservación si no cumplen su propósito. Lamentablemente, el comentario generalizado es “las leyes están solo en el papel”.

Necesariamente, tal situación deberá cambiar, pero, mientras esto no ocurra, deberemos buscar medios para proteger, en forma efectiva, estas áreas de conservación de recursos hídricos. Tal como podría lograrse revalorando el rol protagónico de una serie de grupos humanos, que, debiendo ser un orgullo para el país, han sido tristemente marginados por siglos: las etnias amazónicas.

[…] Es un hecho que, en general, nosotros tratamos a los grupos nativos en nuestro medio con desconfianza y hasta con desprecio. No los comprendemos ni realmente hacemos esfuerzos por acercarnos a ellos […].